Una tarde de verano de 2022 fui hasta la chacra de Mujica. No fui a hacer turismo político; fui a invitarlo a participar de un híbrido teatral que estábamos armando: “Pecados capitalistas”, que terminaríamos estrenando en la sala Verdi. La idea de Marianella Morena era loca, y por eso mismo tenía sentido llevarla hasta él. Si hay alguien que sabía convivir con la locura del mundo y hacerla decir algo, ese era el viejo Pepe.
Apenas llegué, me recibió con afecto, como se recibe a un primo lejano. Le llevé mi libro “Uruguay en la mira del narco”. Lo miró por arriba y lo dejó sobre una silla.
—¡Ja! Qué problema esto del narcotráfico —se limitó a decir.
En la cocina, Lucía estaba sentada, pelando zapallo.
—¿Es para hacer dulce? —pregunté.
—No, este zapallo está podrido, es para las gallinas.
Era una imagen simple y brutalmente poética. Ella ahí, con el cuchillo en la mano y el mundo girando como si no pasara nada. Y no pasaba nada, en realidad. Allí, en la chacra del Rincón del Cerro, solo pasaba la vida.
Con Mujica nos sentamos a conversar bajo el cielo, cerca del brocal de un aljibe en desuso. Hablamos de la muerte, que ya le andaba cerca, ya iba a cumplir 87 años pero no le imponía respeto. Y también de la vida, que él seguía masticando como quien saborea un mate. En un momento, mientras reflexionábamos sobre la existencia, largó una frase que me dejó seco:
—La prueba de que Dios no existe es que se murió Troilo.
Me reí, pero me quedé pensando en esa manera de unir el tango y la teología, de ponerle nombre al dolor sin ponerse solemne. Mujica tenía esa extraña virtud de decir cosas enormes como si fueran chistes de bar que entran sin aviso.
Cuando promediaba la charla, un auto vino a buscar a Lucía. Entramos a la casa a tomar un té y Mujica le avisó que la estaban esperando. Me explicó que la iban a llevar para darse, creo, la cuarta dosis de la vacuna contra el COVID.
Cuando quedamos solos, me ofreció si quería alguna otra cosita.
—No puedo, estoy manejando —le dije.
—Bueno, vamos a tomar ese té, entonces.
De un estante tomó dos tazas que tenían sus nombres grabados: “LUCÍA” y “PEPE”. Me dio la taza de Lucía, llenó de agua la caldera y la puso al fuego. Cuando hirvió, tomó una bolsita de té y la sumergió en mi taza hasta que tomó color. Luego la sacó e hizo lo mismo en la suya.
Seguimos conversando y, antes de irme —cuatro horas después—, se levantó, fue hasta un rincón del rancho y volvió con tres libros en la mano.
—Tomá —me dijo—. Me los regalaron hace unos días en Buenos Aires. No los voy a leer. Capaz que te sirven más a vos.
Era un libro sobre Evita, otro sobre Perón y uno sobre Piazzolla. Un tríptico argentino que parecía salido de una biblioteca de historia emocional del Río de la Plata. Me los dio sin ceremonia, como quien da tomates o una planta. Pero en ese gesto había algo más: una cadena de afectos, de ideas, que siguen pasando de mano en mano.
Nos sacamos una foto. Un autorretrato de esos que no buscan likes ni retuits, sino acordarse de que uno estuvo ahí. Con él. Con la historia viviente. Con el tipo que alguna vez fue presidente, pero que nunca dejó de ser chacarero. Que le habla a la muerte como a una vieja conocida y a la política como a un mal necesario que hay que intentar mejorar, aunque sea con una obra de teatro.
Ya de salida, mientras me despedía, lanzó una última:
—Estoy tratando de plantar ajo, ¿viste? Porque el que están trayendo viene de China, y parece que es híbrido, una cosa rara, nada natural.
Y se quedó ahí, mirando la tierra, como si en ese ajo se jugara algo más grande que una ensalada. Como si resistir fuera, también, plantar lo propio.
Esa tarde entendí que hay lugares donde el tiempo no apura. Y personas que, con apenas una frase, una mirada y tres libros prestados, te desacomodan el alma como si pelaran un zapallo.