La situación de inseguridad desde hace bastante tiempo genera preocupación en los uruguayos y que incluso va más allá de partido que gobierne: las encuestas en esto han sido consistentes, salvo durante la pandemia este tema se ha mantenido dentro del top cinco de los desvelos de la ciudadanía.
Y esta preocupación, que se ve incrementada a poco de leer o ver las noticias de los países limítrofes, en especial Argentina, ha llevado a muchas personas y esto ya es un dato no menor, a mirar a El Salvador, el caso del presidente Nayib Bukele.
Podría el lector de estas líneas decir que estamos exagerando, pero no es así. Cuando un diputado, el verborrágico e histriónico ex fiscal Gustavo Zubia lo pone como ejemplo y pide aquí en Uruguay se vaya por ese camino, cuando un taximetrista habla de Bukele como si fuera una persona cercana, estamos en problemas.
Es que un día si y otro también Bukele es noticia por su política de seguridad, que a la vez quiebra los pilares del Estado de Derecho. La última medida es ilustrativa de esto, ya que con el objetivo de sostener una política de seguridad diseñada para aniquilar a las pandillas, los tribunales del país centroamericano podrán llevar a cabo juicios masivos y audiencias de hasta 900 detenidos. La medida, aprobada en un Parlamento dominado por el partido que sostiene al Gobierno, Nuevas Ideas, supone una formalización de lo que ya sucedía en la práctica, lo que aumenta la gravedad de un esquema de guerra contra las maras repetidamente cuestionado por las constantes violaciones de derechos fundamentales.
Desde el comienzo del régimen de excepción, en marzo de 2022, las autoridades salvadoreñas han detenido a casi 72.000 personas acusadas de pertenecer o colaborar con la Mara Salvatrucha o el Barrio-18, las dos principales organizaciones criminales del país. La estrategia de tolerancia cero de Bukele, que incluye centenares de muertes bajo custodia policial, operativos permanentes y arrestos arbitrarios, ha dado sus frutos desde la perspectiva estadística: las pandillas están más acorraladas y debilitadas que nunca. La contrapartida, sin embargo, es una deriva autoritaria que socava los cimientos de la convivencia y ha despertado la profunda preocupación de los organismos internacionales en defensa de los derechos humanos.
Bukele es un modelo para distintos proyectos políticos, sobre todo de extrema derecha. Es el caso del argentino Javier Milei o el chileno José Antonio Kast. La exhibición y aplicación de la mano dura, el gatillo fácil, los ataques a la prensa y la ostentación de su política carcelaria, con la construcción de megacárceles, se han convertido en un patrón político.
Pero, además, Bukele y sus seguidores, incluso el menor de todos ellos, el citado Zubia usa la cuenta de tuiter ahora X para gobernar, pero siempre bajo el mismo norte, esto es, mano dura para combatir a los violentos, a costa de deshacer la institucionalidad del país y mucho odio hacia quienes lo critican o no comulgan con lo que hace. Hoy Bukele es el presidente mejor valorado de toda América Latina y está considerado como un ejemplo a seguir. Parece que la solución parece ser la bukelización.
Por ahora en Uruguay este tipo de sensibilidad, por decirlo de alguna manera, no pasa más allá de los pujos autoritarios de quienes siempre lo fueron e incluso lo tienen en la sangre, pero si no hay soluciones reales a un tema delicado y preocupante como es la inseguridad, la bukelización va a aparecer tarde o temprano con mayor fuerza, incluso y esto es lo peligroso, en los planes de gobierno.
Martín Caparrós lo escribió de manera simple y contundente y a la vez tan real que provoca escalofríos: siempre hay un momento en que los pueblos aman a sus dictadores. O, dicho de otro modo: es muy difícil hacerse dictador si no has conseguido que una parte significativa de tu pueblo deposite en ti grandes expectativas. Después tratamos de olvidarlo, porque el recuerdo nos humilla, pero es fácil saber que la barbarie del general Videla o el general Pinochet o el generalísimo Franco o el cabo Hitler fue reclamada por millones, que tardaron años en dejar de vivarlos –o nunca lo dejaron.