Cuando se habla del golpe de Estado de hace 50 años, hay dos instantes que quedaron suspendidos en el aire y aun hoy reverberan y sirven de testimonio para todas las generaciones: uno, el discurso de Wilson Ferreira Aldunate en esa noche, durante la última sesión del Senado y una foto, la más emblemática de la madrugada del 27 de junio, cuando la turba uniformada ingresa a un Palacio Legislativo ya vacío, donde solo quedaba el olor al miedo por lo que vino después: muerte, desaparecidos, cárcel, exilio y represión indiscriminada.
LA ÚLTIMA SESIÓN
El martes 26 de junio, faltando 6 minutos para la medianoche, ingresaron a sala 15 senadores, con la ausencia del vicepresidente Jorge Sapelli, a las 0:25 ingresó Carminillo Mederos determinando así que el quórum fuera suficiente para sesionar y bajo la presidencia de Eduardo Paz Aguirre comenzó la que fue por largos años última asamblea de la cámara alta.
Visiblemente emocionado, Ferreira Aldunate fue el primero en hablar, lo hizo en uso de una interrupción de su compañero de fórmula presidencial de 1971, Carlos Julio Pereyra, quien, según el orden del día, debía referirse a algunos aspectos de la política de ANCAP. Ese fue el último discurso de Wilson en el Senado. Nunca más volvió a hablar en el hemiciclo.
Esa noche también hablaron los senadores batllistas: Luis Hierro Gambardella, Amílcar Vasconcellos, Nelson Costanzo, Héctor Grauert y Paz Aguirre; los nacionalistas Carlos Julio Pereyra, Pedro Zabalza, Dardo Ortiz, Walter Santoro, Alembert Vaz, José Jaso Anchorena y Carminillo Mederos, y los frenteamplistas Francisco Rodríguez Camusso, Enrique Rodríguez y Américo Pla Rodríguez.
No participaron de la sesión: el presidente del Senado, Sapelli –que estaba en otras actividades, fuera del Palacio Legislativo, tratando de salvar la legalidad constitucional–, y dos frenteamplistas, Zelmar Michelini y Enrique Erro, quienes ya estaban refugiados en Buenos Aires.
Los senadores blancos del sector Alianza del Partido Nacional de Martín Recaredo Echegoyen y los colorados del pachequismo, faltaron sin aviso, y así quedaron hundidos por la historia, por entreguistas.
Cuando faltaban 20 minutos para las dos de la mañana del 27 de junio terminó la sesión en el Senado. Alrededor de la siete de la mañana las tanquetas rodearon el Palacio Legislativo y entonces los sublevados ingresan con paso firme, altanero, violento, quedando retratados para la posteridad, señalados por la historia como verdaderos canallas. Ahí se los pueden ver a los generales Esteban Cristi y Gregorio Álvarez, atropellando al frente literalmente pisoteando las instituciones, acompañados por los coroneles y tenientes coroneles: Queirolo, Camps, Ballestrino, Sequeira, Arregui y Barrabino, junto a un grupo de soldados y policías, algunos de civil, todos armados.
El santuario de la democracia había sido profanado.
Se cumplen 50 años del golpe de Estado y la memoria se debe mantener vigente, año tras año, porque los pueblos que no recuerdan su historia están condenados a repetirla.
UNA HISTORIA MÍNIMA
Ese 27 llegué a mi casa en la madrugada y grande fue mi sorpresa al encontrar a mi padre levantado, escuchando la radio. Ni me saludó, solo me dijo: dieron un golpe de Estado.
Quedé paralizado, sabía que algo terrorífico se iba a abatir sobre los uruguayos; casi no pude dormir. Me levanté a media mañana. La huelga general decretada por la CNT ya se había iniciado, los centros de trabajo estaban ocupados, escaseaba el transporte colectivo.
A primera hora de la tarde me fui a ver a mis amigos. Éramos todos muy jóvenes, apenas de 16 y 17 años. Yo estaba estrenando mis 17 años, cumplidos el día anterior. Nos encontramos en el complejo de edificios de la calle Centenario y Parma, en la zona del Cilindro Municipal, hoy Antel Arena. Estábamos decididos a hacer algo por lo del golpe. No sabíamos qué, pero pensábamos que algo debíamos hacer.
En el complejo de edificios no se hablaba de otra cosa que no fuera del golpe de Estado.
En uno de los módulos del complejo, cerca de la esquina, vivía Luis Cerminara, un actor y director de teatro, amigo nuestro, que siempre nos daba entradas para ir a ver sus obras, que muchas veces no entendíamos, como por ejemplo, recuerdo, “La última cinta magnética” de Samuel Becket. Una vez fuimos a un teatrito en el Palacio Salvo. Llegamos tarde, tanto el 71 como el 79 no pasaron en hora, pero igual nos dejaron ingresar a la sala. La obra había comenzado hacía cinco minutos. Entramos a oscuras, por atrás del escenario y allí, en un espacio donde no había más de 15 personas, estaba Luis, totalmente irreconocible, con los pelos parados y con una camisa blanca que resaltaba en la oscuridad.
-La pelota negra… ¿Pelota negra? …, gritaba en ese momento.
Nos empezamos a reír, tratando de no llamar la atención, hasta que logramos contenernos.
Pero el 27 de junio, Luis, nuestro amigo, esta vez totalmente reconocible, representó su mejor obra. El famoso actor, el que vivía en el barrio, el que salía en los diarios, sobre el que las viejas chusmas hablaban en voz baja cada vez que nos veían con él, sacó los parlantes de un equipo de música y puso un disco a todo volumen. Desde allí sonaba el himno uruguayo una y otra vez. Luis era nuestro amigo y estábamos orgullosos y ese 27 de junio más todavía.
Ya en la tarde, tipo a las 5 más o menos, vinieron unos obreros de una de las empresas de la zona, creo que era Coopar y nos preguntaron si nos sumábamos a la manifestación que se iba a hacer. Sin medir los riesgos y deseosos de hacer algo, por aventura más que por convicción ideológica, dijimos que sí. Nos dieron unos fajos de volantes. A los 15 minutos llegó un camión y nos hicieron subir. Era un vehículo cerrado, íbamos como si fuéramos cortes de carne para una carnicería; no se veía nada, solo sabíamos que nos llevaban a una manifestación. Había algunas muchachas de la textil cercana y otros muchachos, trabajadores del frigorífico. Nosotros éramos los más chicos: estábamos callados del susto que teníamos. El camión circuló unos 15 a veinte minutos, zarandeándonos y de golpe se detuvo y abrieron las puertas.
-Bajen, bajen, nos dice alguien.
Éramos unos 20 que quedamos en la calle, cegados por la luz y golpeados por un viento frío que nos despertó violentamente. Enseguida nos ubicamos: 8 de Octubre y 20 de Febrero, frente a la plaza de deportes. Había una concentración de gente, carteles del sindicato de Funsa y nosotros que quedamos en la punta de la manifestación, al frente, bien expuestos.
Gritos contra el golpe, abajo la dictadura y de pronto vimos venir a las “chanchitas”, a toda velocidad por 8 de Octubre, directo hacia nosotros.
Largamos los volantes y salimos corriendo.
Yo me metí por una calle lateral y me di vuelta la campera: era reversible de un lado azul y del otro marrón, por un momento me sentí que estaba en medio de una película de espías. A los milicos se lo veía correr por 8 de Octubre revoleando los palos y nunca vi tanta gente con chismosas en la mano, como si estuvieran haciendo mandados.
Cagados de miedo, al rato nos juntamos los tres y salimos caminando por Villa Española y atravesamos una zona de campo y pasamos por una fábrica que estaba ocupada, hasta que al cabo de un rato llegamos, otra vez, a los apartamentos de Centenario.
Ya anochecía como un símbolo de la oscuridad que se avecinaba, aunque Luis irradiaba luz: el seguía con su “música” y para nosotros fue el bautismo de fuego contra la dictadura.