Esa noche hacía más frío que de costumbre. La soledad del cuarto mostraba los cambios de la rutina nocturna. Hace tiempo que no podía dormir ¿tres meses? ¿cuatro? ¿seis? no le quedaba bien claro, de todas formas no se acostumbraba a estar sola en una cama tan grande y fría. En ese altar de nieve con dibujos de rosas violetas, el cuerpo se revolvía intuitivamente tratando de encontrar una forma que le acreditara seguir viva.
Pensó que sería adecuado repetir la rutina de apagar las luces de la casa para volver a la cama con la esperanza de que por lo menos la tranquilidad de saberlo cerca en las noches, le volviera.
Pero no, no pudo, se hizo un manojo de pieles surcadas por el tiempo, como una piedra eterna parada en el borde de una playa de algún mar, esperando que el agua llegue y la toque, le hable, le traiga una noticia o una queja de algún pariente, amigo o amor perdido y náufrago como ella. Se tapó la cabeza con la frazada, intentó dormir y no pudo. Allí, en esa caverna oscura y vieja donde lo único que reconocía con claridad era su olor, abría los ojos y recordaba otras noches donde le sonreía, le preguntaba si estaba bien, le decía lo bonita que era, le ofrecía un elixir para alargarle el pelo con promesas de volvérselo jardín infinito. Le decía que se fijara “parece una cascada plateada” y luego hacía sonar una música de algún lugar del planeta, desconocida y bella.
Música de cascadas – le decía- del corazón de América directo al tuyo. La música la enredaba, la trasladaba a un paraíso casi bíblico donde la mujer era joven y el hombre también.
En un pestañeo se le terminó el recuerdo, entonces se agarraba fuerte una mano con la otra intentando atrapar en ese espacio cerrado las últimas imágenes y las llevaba junto al pecho para no darle tregua a la fuga de la memoria.
Tuvo la intención de sacar la cabeza para afuera y ver si él estaba, o algo de él que le dijera que iba a volver con su música de naturaleza desconocida con el eco de metales y maderas que existen en los libros de mitos, entre otras historias que le había contado pero que ella no llegaba a conocer. Le encantaba dejarse llevar por el sonido largo y varonil de esas palabras, aunque le pidiera plata una vez a la semana como todas las semanas, pero eso no era relevante, escucharlo, sí.
Escucharlo era un bálsamo para su alma vacía.
-¡Teresa, Teresa! ¿Estás Despierta?
-Sí- Le contestó la voz, o el eco.
La muchacha se tranquilizó, se sentó a su lado y sus ojos recorrieron toda la figura en posición fetal tapada por varias mantas viejas de lana cruda. Se dio cuenta que no había tomado el agua que tenía en un vaso en la mesa de luz, tampoco estaba su celular. Recordó a Teresa diciéndole hace unos pocos días atrás que lo había renovado con el último crédito de la financiera más importante del centro. Ella respiraba tranquila y dormía entonces la mujer joven decidió volver a su casa tras terminar la compasiva constatación. Cuando iba saliendo del dormitorio, tropezó con algo que tenía ruido a plástico duro. Miró y vio el celular nuevo que Teresa se había comprado hace unos días y que seguramente aún no empezaba a pagar. Se dio cuenta que horas atrás le escribió varios mensajes y también la llamó dos o tres veces, de eso haría más o menos medio día. Debía haber advertido que algo andaba mal porque ella nunca se separaba de su teléfono.
Lo levantó, era pesado y nuevo, con un plástico negro de fondo que tenía dibujos de una boca tirando besos en color rosado. No tenía clave de seguridad por lo cual pudo entrar fácilmente a ese mundo que cada noche acunaba a Teresa con músicas extrañas y pagas de distintas partes del mundo que ella no conocía ni conocería jamás.
Apretó con tristeza otro botón, uno verde con blanco y que se notaba más. A modo de coro trágico de otros lugares y épocas, aparecían las voces victimarias unas tras otras con pequeñas amenazas de dos o tres renglones “Le escribimos del estudio de abogados y escribanos Blacsuan para avisarle que iniciaremos las medidas jurídicas pertinentes al cobro” “para que usted esté tranquila, nosotros nos encargaremos” , Seguido a eso aparecía el ruido, un ruido grave como gotas de un aceite pesado que caían y se apoderaban del objeto y de la mano que lo sostenía. Las voces sonaban a metal, se reproducían solas, se ponían en fila y volvían a atacar con violencia artillera “sabe que tomaremos medidas judiciales” sabe que iniciaremos un embargo” “sabe que nos debe mucho, todo” “le damos un mes” “si usted no paga, alguien lo hará” Sonaban venían, se acercaban, venían cada vez más grandes y negras, avanzaban como una serpiente desesperada, como la última bala de un soldado acorralado en una noche llena de letras negras sobre un campo blanco. Después, un poco más allá de todas esas letras sólo se escuchaba el latir sudoroso de las manos femeninas y valientes que aún atendían el discurso del enemigo implacable.
La joven estremecida, con la garganta hecha un nudo leyó y lloró.
Se dio cuenta que el tamaño de la soledad de Teresa no tenía fin. Allí en esa bóveda multidimensional y caleidoscópica buscando vaya a saber qué, que le diera sentido a su vida, Teresa se perdía en las noches.
En la mesa de luz había un vaso casi lleno de agua y una cajita de remedios, del techo colgaba un cable negro con una bombilla de luz que no alumbraba bien, quizá por vieja o por mala calidad. De las paredes brotaba un color rosado en las partes más altas y un marrón tela al ras del suelo. Pero sobre todo había un olor a humedad muy fuerte, propio de sótanos o de lugares cerrados donde se ha olvidado o cancelado las básicas costumbres humanas para vivir. La casa de Teresa estaba al final de una calle que va a dar al río. O al revés, donde el río muchas veces golpeó inundándola sin piedad aunque allí viviera una vieja sola.
La mujer sintió miedo, un miedo que le enfrió el cuerpo. Pensó que Teresa se habría sentido así. Lo sintió, hizo un esfuerzo para no soltarlo, para no olvidar ese mundo de posibles causas y caminos que un día secuestró a Teresa. Ella podría ser una próxima víctima. Ahora lo sabía. Se acercó al cuerpo y muy despacio le dejó el teléfono apagado en la mesa de luz, le acaricio el pelo y se fue.
Malabar