Su huella de carbono no es medible a primera vista, o al menos no le interesa a muchos. Sí importa a sus vecinos más cercanos, que mutan a cada cuadra recorrida, el volumen de su parlante. Esa contaminación auditiva se prolonga por las calles y los barrios de la ciudad de Durazno, con Dios como palabra más utilizada.
Desde el microcentro hasta la Terminal Rodó, ida y vuelta y más vueltas. A paso lento, el hombre parlante recorre la ciudad con su mensaje religioso, promoviendo el reino de los cielos y las presencias divinas a cada paso.
Hombres y mujeres que transitan las veredas, le esquivan, le dan paso. No hay muchas miradas simpáticas en el breve lapso que compartimos caminata. Él tampoco busca adeptos, solamente pareciera que la intención es acercar oídos a ese mensaje divino.
Cuando llega a la terminal de buses, se estaciona al costado de uno de los andenes. Desde allí, el mismo mensaje que antes recorrió esas cuadras que separan a los buses del centro de la capital del departamento.
La palabra automatizada, grabada en un sinfín eterno como el tiempo y que perdurará mientras la batería aguante, se reproduce bajo el techo de la Terminal Rodó.
Allí sí molesta, se cuela entre las conversaciones de los pasajeros y sus acompañantes. Es la primera recepción que tienen los que llegan, aquellos que sorprendidos miran a ese hombre y su parlante, impertérritos, ubicados al costado de la administración.
Nadie osa interrumpir aquel mensaje evangélico, evangelizador en caso de que alguien se preste. Todos le pasan por el costado, y así durante 15 minutos, media hora, una hora.
Llega el bus, y abandonar la terminal es un alivio eterno, también divino. Se pierde la palabra de Dios en la distancia que Turismar o Nossar le marcan al hombre parlante. En pocos días se ha transformado en otro personaje de la ciudad, puerta de entrada a los sonidos con que Durazno recibe a sus visitantes.
